Lo primero, una justificación del título. Hace ya muchos años que en algún momento del curso les decía a los alumnos que esa era precisamente su profesión, es más, que por ella recibían un sueldo que, además, no era demasiado malo. Caras de incredulidad, gestos de desaprobación, etc. Tras ello pasaba a justificar mi afirmación. En un instituto como el de Calvià con unos 700 alumnos y más de 100 profesores, y sin considerar todo aquello que sería preciso para llegar a la cifra exacta, se puede decir sin temor a equivocarse demasiado que cada alumno le cuesta a la administración una cifra entre 5.000 y 6.000 euros. Bien, pues ese es vuestro sueldo, les decía; lo que sucede es que lo cobráis en especie. “Pues a mí que me lo den en mano” saltaba el típico graciosillo.
Efectivamente, el coste de un alumno en la enseñanza secundaria resulta ser bastante elevado y de ahí que haya que exigirles que lo aprovechen el máximo posible. En este sentido, considerarlos como profesionales de la enseñanza creo que es lo más adecuado. Y ¿qué implicaciones tiene esto? En principio, las de cualquiera otra profesión.
Veamos. Lo primero y principal aunque no lo más importante: acudir a su puesto de trabajo y hacerlo con la puntualidad y el aseo debido. A continuación, tratar a sus compañeros y a sus “jefes” con el mismo respeto que para él desearía. En tercer lugar, cumplir con las tareas que le sean encomendadas a lo largo de la jornada laboral que, en el caso de estos profesionales como en de muchos otros (médicos, abogados, profesores,…), no es sólo el tiempo que están en el centro de trabajo. Para algún sociólogo de la educación éste es, bien que de forma larvada, el objetivo principal que la sociedad otorga al sistema educativo.
Estos serían los aspectos básicos. Ahora bien, exactamente igual que en la realidad laboral, en esta profesión además del sueldo base existen algunos pluses, el principal de los cuales es el de productividad que consiste en una mejor nota en las evaluaciones. A este plus todo el mundo tiene derecho y, por lo tanto, se deben dar en el aula las condiciones para que todo aquel que quiera pueda obtenerlo.
Hasta aquí hemos visto las principales obligaciones del alumno como “profesional”. No parecen demasiado difíciles de cumplir y, sin embargo, para un porcentaje cada vez mayor de estudiantes sí parece que cada vez les cuesta más trabajo cumplirlas. Esto nos lleva a hacer unas consideraciones complementarias.
La primera es que el esfuerzo, algo fundamental para seguir con aprovechamiento los estudios, ha dejado de ser algo valorado en nuestra sociedad y, desde luego, entre los jóvenes. Obtener la máxima satisfacción con el mínimo esfuerzo podría ser el lema para muchos de ellos. Y está muy bien si no se lleva hasta las últimas consecuencias de no hacer esfuerzos si la satisfacción no es inmediata como, por otra parte, sucede en el caso de los estudios. Muchas de las cosas que se estudian en la secundaria no parecen necesarias para nada en la vida y, sin embargo, la mayoría lo son aunque no se vaya a seguir estudiando.
En segundo lugar, los estudios, el conocimiento en definitiva, no aseguran ni mucho menos un mejor futuro económico (y yo diría que es bueno que sea así), pero mejoran nuestra calidad de vida en la medida en que nos abren muchas posibilidades “intelectuales” que sin las herramientas básicas que nos proporcionan no se podrían aprovechar.
Por último, hay un grupo de alumnos que, aunque no demasiado numeroso, queda al margen de todo lo dicho hasta ahora. Son los que, no sé si muy acertadamente, llaman objetores escolares, es decir, aquéllos a los que todo lo dicho hasta ahora les suena a música celestial. En este caso es muy poco lo que pude hacerse. Quizás, como parece que se plantea cada vez más la administración, buscar una cierta preparación para salidas profesionales pero que apenas tenga carga académica.
CARLOS ÁVILA
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